Pone Carlos Alcaraz la rúbrica con un ace, cómo no. Porque no hay duda: han sido dos semanas a lomos del saque. Así sentencia el decimoquinto encuentro con Jannik Sinner (6-2, 3-6, 6-1 y 6-4, en 2h 42m), así remata este US Open de la madurez y así celebra el murciano su segundo triunfo en Nueva York, el segundo del curso y el sexto en un grande, que por si fuera poco le devuelve a lo más alto precisamente en el marco en el que se encumbró por primera vez. Tenía 18 años, hoy son 22 y después de 65 semanas de reinado inquebrantable del transalpino, recupera el número uno que perdió en septiembre de 2023. Suma siete títulos este año y el adversario simplifica en el parlamento: “He hecho todo lo que he podido. Ha sido mejor que yo”.
Antes, amanecía Alcaraz en su hotel pegado a Central Park, observaba por la ventana y no terminaba de gustarle lo que veía. Maldita sea: fresquito, lluvia y cielo gris. Esas nubes no se irán. Esto es, tendrá que adaptarse. Su agente confirmará a media mañana, tras el calentamiento, que la organización no se plantea replegar el techo de la central y, por tanto, el formato beneficia en un principio al golpeo plano de Sinner y le restará una pizca de vigor a su bola arrolladora; sí, así es porque él, amante del calorcito, encuentra un aliado en las altas temperaturas que aportan un respingo extra y vuelo a la pelota. Lo de hoy está muy lejos de ser Murcia, su Palmar. El día de la final, tal vez por eso de coincidir con la vuelta del presidente Trump, el otoño ha visitado Nueva York.
Esa es la teoría, poco halagüeña. Pero otra cosa es lo que sucede nada más subirse el telón. Valentía o nada. Seguramente no le convenga entrar en un cuerpo a cuerpo frontal con el italiano, de modo que sale a saco, sin tantear, furibundo, buscando hacerle daño en cada tiro y bordándolo durante los cuarenta minutos que emplea en resolver el primer set. Durante ese intervalo, un Alcaraz primoroso, eléctrico, desatado; todo le entra y a todo llega. Todo lo convierte en oro. Engancha a Sinner y no lo suelta. Y al número uno, al parecer destemplado, le cuesta un mundo replicar. Sencillamente no puede. La embestida ha sido salvaje. Viste de tono terroso, como si se hubiera rebozado en la arena de Roland Garros. Y ya se sabe lo que ocurrió allí.
En París encajó un impacto monumental, pero un mes después le dio la vuelta a la historia en Wimbledon. O sea, prohibido dudar de él. A Sinner hay que tumbarle. No cabe otra cosa. No hay otra opción. El pelirrojo acostumbra a llevar las riendas de los partidos y si en algún instante las coge y se aposenta sobre la línea de fondo, percutidor él, es prácticamente imparable. La descarga de la apertura parece haberle pasado algo de factura a Alcaraz, así que a la que español contemporiza un segundo para coger aire, lo aprovecha él para despejar la tormenta y devolver la ráfaga. Ahí, ahora sí montado sobre la pelota, activa el parabrisas y mece al español, que se harta de correr de un lado a otro persiguiendo esa estela. Así, poco más se puede hacer. Quizá eso, correr.
Sin embargo, esta es una final episódica y los pulsos entre los dos tienden casi siempre a fluctuar. Es decir, nada fuera de guion. Se conocen más que de sobra y difícilmente puedan sorprenderse, por lo que se trata de maximizar las virtudes y apropiarse el mayor tiempo posible del momento. Como la fotografía, el tenis son instantes. Y el tercero está otra vez en la mano de Alcaraz, de nuevo lúcido y reluciente. Superior otra vez. A pesar de la respuesta firme del rival, el español, muy adrenalínico, parece estar algo más cómodo y vuelve de nuevo a exhibir todo ese brío y esa elasticidad, toda esa perfección y esa precisión artística cuando dibuja el azote y el cordaje despide la bola a mil por hora, ya sea rasa o levantándose, atacando con mil dientes.
Trump no lo ve, porque ya no está en el palco. Tal vez esté comiendo canapés o apañándose el flequillo, tic que también tiene Alcaraz cuando no le da por hacer travesuras nocturnas con la maquinilla. Sinner, en cambio, recoge toda esa mata rizada bajo la gorra y se concentra al límite: o aprieto, o esto se acaba. Así de claro, así de crudo para él. Dos uno abajo y sumamente exigido, haciendo la goma con toda la clase que tiene, salva el primer juego del cuarto sufriendo de lo lindo y resopla: tranquilo, Boss, que aquí seguimos. La imagen de Springsteen resulta mucho más amable que otras para los presentes, que no terminan de expresar preferencias. Aquí, lo que se quiere es más juego y que se llegue a un quinto set, más candela, que ambos lo quemen todo.
No es seguramente el partido más fascinante de la saga, pero se ven intercambios extraordinarios. Ellos practican un deporte; el resto, otro. Es otro nivel, una dimensión completamente diferente. Eso sí, Sinner no consigue esta vez escapar de los apuros, de incendio en incendio cuando le toca servir a él. Ya le había sucedido en varias fases del torneo: dudas y más dudas con el saque, trabado con los primeros. En sentido opuesto, Alcaraz tira la bola alta, arma el brazo (sin tensiones, relajada también la muñeca) y saborea la maniobra. Quién lo hubiera dicho: él, sacador. Y eso que le faltaba un palmo más, se decía. Ya no se dice. Dar con una buena mecánica se traduce en una bendición, y él la ha adoptado en forma de amistad, no peleándose.
Ni los porcentajes ni las sensaciones engañan, y si a uno se le percibe un gesto de convicción, de que todo transcurre como él más o menos quiere, manteniendo la renta obtenida con ese último break celestial, al otro se le adivina una mueca de circunstancias. Extraño, pero ahí falta fe. La palanca de Sinner sigue sin carburar del todo, mientras que Alcaraz mordisquea el plátano, mira a su banquillo y transmite: tranquilidad, que esto no se me escapa. 5-4 y la suerte en su tejado. Así que el murciano sigue a lo suyo, desprendiendo esa madurez que ha ido transmitiendo a lo largo de todos estos días neoyorquinos y que le corona por segunda vez en Nueva York, donde todo empezó para él.
De Nueva York a Nueva York, aquí se eleva de nuevo el número uno.
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